200 palabras (encargo)

>> 22 mayo 2011

Doscientas palabras no eran suficientes para expresar su contínuo estado de congoja. Ni tan siquiera servían para llenar una hoja entera, ¿Cómo podían serle útiles?
De cualquier modo él lo intentaba, primero explicaba los factores. Pero siempre tachaba y tachaba y era realmente eso lo que quería entregar: un papel en blanc con tachaduras, ya que eran esas rayas intrascendentes las que para él valían todo el oro del mundo: eran realmente sus sentimientos, eras ideas que vagaban por su conciencia. Y ésta misma era diferente de la de los demás: él también era una mancha, igual a las del papel, ¡y cómo le gustaba!
A él no le valían las palabras, pensaba que carecían de valor. Apreciaba las tachaduras. Según su escritura, o mejor, su intento de escritura, las tachaduras adquirían diferentes formas, hasta el punto de poder calificarlas como manchas. Unas eran pequeñas, otras las redondas que dibujaba la tinta de su pluma cuando ésta escapaba. Y también la marca de sus dedos, cuando esa hoja tan odiada le servía de servilleta o trapo.
Era su forma de evadirse. De algún modo u otro estas doscientas palabras le hacían bien, aunque él nunca lo aceptaba o ni tan siquiera lo pudiera llegar a percibir. Sólo dejaba sus miedos y angustias en ese papel que nunca entregaba y que se veía reemplazado por otra con pésimas historias de dragones, caballeros o hasta marcianos. Esa hoja, que quedaba relegada a un segundo plano, era su verdadera historia, su alter ego.
Y así se pasaba horas, los domingos por la tarde, sempre cuando quedaba poco par acostarse, manchando hojas con tinta y con trazos inseguros, escribía en cinco minutos, sus doscientas palabras.

M. Buyé (Sylvia P.)

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